La memoria como lugar de destino.
Por. Rocío Colihueque
Mi nombre es Rocío Belén Colihueque y tengo 26 años. Estudio gestión cultural en el Instituto 818 de la ciudad de Esquel. Hace unos días me invitaron a participar en una jornada muralista en el Barrio Estación en homenaje a Ana María Utrera, y desde entonces estoy ansiosa.
Hace tiempo que no vivo en ese barrio, pero pasé toda mi infancia y adolescencia ahí. Es uno de los más antiguos de la ciudad de Esquel. Se llama Estación por qué se construyó en las inmediaciones de la estación del tren a vapor, conocido como El Trochita. Aquel, que en su momento supo conectar personas y mercaderías de esta región con el centro del país, hoy se presenta como el atractivo turístico más emblemático de mi ciudad. Sin embargo, mi barrio, hace tiempo que no presenta atractivos, sino olvidos.
“Igualmente, lo que más me intriga es saber qué recuerdos dejó Ana María Utrera en ellos.”
Cuando lo pienso (a mi barrio) no puedo dejar de hacerlo viéndome por todos lados. Veo al territorio unido a mi experiencia de vida; cruzando calles, saludando vecinos, lleno de caras conocidas.
Desde el momento en que acepté participar en la realización del mural no puedo dejar hacerme algunas preguntas. Entre ellas ¿Qué impacto social puede generar este homenaje colorido? ¿Generará un cambio en la percepción de los vecinos con respecto al arte y al compromiso de cuidar y crear nuevos espacios de intervención allí, en donde todo se presenta tan gris, tan falto de color?, no sé… Igualmente, lo que más me intriga es saber qué recuerdos dejó Ana María Utrera en ellos.
Le pregunto a mi mamá “¿Viste lo que se está haciendo en el barrio?” El silencio me resulta insoportable. “¿Te acordás de Ana María Utrera?”. Me responde que sí, que la conoció. – “Esa abuelita era un pedazo de pan, era muy chispita. Me acuerdo de una vez que llegaste recontenta con un montón de cosas: útiles, caja de vicios; tantas cosas que no sabías cómo traerlas”. Claro, yo solo tenía 7 años. – y sigue “Que linda persona esa señora, siempre pensaba en los demás. La querían mucho en el barrio”. Me sorprendo de la respuesta. La verdad es que no me acuerdo de ella en particular, si de ir a clases de apoyo escolar que las dictaban en la sede del barrio y de las cosas que me regalaban. De todo. Yo salía feliz de ahí.
El día de la pintada llego a las 11am y mis compañeros ya están ahí preparando todo para comenzar. El tiempo parece que no nos va a dar una mano. Traje mate y unas galletitas para compartir. Parece que la cosa viene para rato. Comenzamos a trabajar y lo primero que percibo es que no es tan fácil pintar un mural. Hay mucha previa. Definir los colores, mezclarlos, elegir los pinceles de distintos tamaños para definir bien las líneas, etc. El lugar elegido es en un paredón que se encuentra en una calle que es por demás de transitada. Diría transitadísima -y angosta-. Los vecinos que pasaban se los veía con diferentes sensaciones. Yo los observaba para tratar de responder algunas de mis preguntas. Algunos miraban detenidamente y otros con indiferencia. Los menos mostraban cara de sospecha, de que seguro era algo político partidario, un “curro político” como dicen por acá. Y es que estamos a pocos días nomás de unas elecciones presidenciales, las del balotaje, y mi barrio está olvidado.
Pasan las horas, el clima cambia de sol a lluvia, de lluvia a sol. Incluso granizo, pero no dejamos de pintar. El entusiasmo se apodera de nosotros y no queremos irnos hasta terminar. Quiero quedarme hasta el final. En eso llega Nancy, la vicepresidenta de la vecinal. “Chicos, chicas, ¡traje torta y café… sírvanse!” El mural comienza a tomar forma. Sin embargo, todavía no pude hablar con ningún vecino que la haya conocido directamente. Ya me dio hambre -pienso- “¿qué hago, me voy y vuelvo al rato?, total mí vieja vive a unas cuadras”. En eso nos llaman desde la sede del barrio. Tenían un almuerzo preparado para nosotros. La sede no queda muy lejos. Fuimos con algunos de mis compañeros, mientras que otros seguían pintando y metiéndole con todo para poder terminarlo. Llegamos y había una parrillada en la mesa. Pan, gaseosas y una señora muy alegre recibiéndonos. Otra vez Nancy. “Chicos, esto es una donación de toda la familia y de los vecinos que saben que ustedes están pintando el mural”. Quizás eso era lo que estaba buscando cuando acepté la invitación, sentir ese calor que da la solidaridad cuando se presenta. Y en mi barrio, que está tan olvidado.
No desaprovecho el momento y decido hacerle algunas preguntas. Entre lágrimas, Nancy ruega que no se pierda la ayuda entre los vecinos, “hagámoslo en su homenaje, inculquemos en los jóvenes ese sentimiento de solidaridad”. El merendero que “doña Anita” -así la llaman todos en tono cariñoso- abrió en su propia casa en la crisis económica y social que sufrió el país allá por el 2001, seguía siendo el foco de contagio, de entusiasmo, de empatía que tanto se necesita. Vi tanta emoción, no podía imaginar todos los sentimientos que traía solo la mención del nombre “doña Anita”. Creo que ahí tuve una respuesta que buscaba escuchar.
Ella se merece este mural. El olvido no puede seguir acechando como los nubarrones que ese día se posaban sobre el barrio estación. Mi barrio estación.
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